Hay en México (los ha de haber en todo el mundo) personas que van por ahí diciendo que son poetas o escritores. Son más bien actores que llevan su papel a niveles extremos. No les basta con adoptar la pose y el tono de voz que tienen los escritores y los poetas (que creen que tienen los escritores, se entiende), sino que también escriben. Escriben cosas que parecen poemas, o cuentos, o novelas. Peor aún, las publican. Peor aún, el gobierno les da becas para que escriban sus maravillosas obras que irán a engordar los polvosos anaqueles de las librerías estatales.
Estos pobres diablos no tienen un solo amigo que les diga que no son poetas o escritores. Como cualquier culto fanático, se reúnen sólo entre ellos, entro los que no están dispuestos a revelar el juego. Se dicen unos a otros que pueden cambiar el destino de la literatura (es decir, no saben que la literatura no tiene destino). Se dicen los unos a los otros que su obra es buena, que el último cuento les ha encantado y que deberían publicarlo. Hacen como que leen (auque no lo entienden), hacen como que hablan de literatura. En eso es fácil identificarlos porque hablan de literatura como si los últimos cuarenta años nunca hubieran pasado. Hablan de García Márquez (al que no han leído), de Cortázar (que no entienden), de Sabines (al que según ellos imitan). No saben quien es Philip Roth, ni Don DeLillo, ni Michel Houellebecq, pero tratan de aparentarlo.
No es difícil ubicarlos. Se reúnen en talleres literarios y en lecturas de poesía, en cafés de la Condesa, de la colonia Roma o de Coyoacán, en lugares donde creen que pueden encontrarse con los verdaderos escritores o con los verdaderos poetas. Creen, en resumen, que el hábito hace al monje, que si la mona se viste seda la confundirán con Monalisa, que de tanto escribir poemas o cuentos o novelas, por azar, escribirán al menos uno bueno en su vida.
Pero es fácil detectar a los farsantes. La mirada los delata. Tienen la mirada de un contador, o de un publicista, o de un merolico, pero no la mirada de un escritor; esa mirada profunda y brillante que parece absorberlo todo. Esa mirada no puede fingirse, aunque, de vez en cuando, entre esos grupos de actores y farsantes puede detectarse una mirada turbia, ceniza, como un carboncillo que se apaga.
Estos pobres diablos no tienen un solo amigo que les diga que no son poetas o escritores. Como cualquier culto fanático, se reúnen sólo entre ellos, entro los que no están dispuestos a revelar el juego. Se dicen unos a otros que pueden cambiar el destino de la literatura (es decir, no saben que la literatura no tiene destino). Se dicen los unos a los otros que su obra es buena, que el último cuento les ha encantado y que deberían publicarlo. Hacen como que leen (auque no lo entienden), hacen como que hablan de literatura. En eso es fácil identificarlos porque hablan de literatura como si los últimos cuarenta años nunca hubieran pasado. Hablan de García Márquez (al que no han leído), de Cortázar (que no entienden), de Sabines (al que según ellos imitan). No saben quien es Philip Roth, ni Don DeLillo, ni Michel Houellebecq, pero tratan de aparentarlo.
No es difícil ubicarlos. Se reúnen en talleres literarios y en lecturas de poesía, en cafés de la Condesa, de la colonia Roma o de Coyoacán, en lugares donde creen que pueden encontrarse con los verdaderos escritores o con los verdaderos poetas. Creen, en resumen, que el hábito hace al monje, que si la mona se viste seda la confundirán con Monalisa, que de tanto escribir poemas o cuentos o novelas, por azar, escribirán al menos uno bueno en su vida.
Pero es fácil detectar a los farsantes. La mirada los delata. Tienen la mirada de un contador, o de un publicista, o de un merolico, pero no la mirada de un escritor; esa mirada profunda y brillante que parece absorberlo todo. Esa mirada no puede fingirse, aunque, de vez en cuando, entre esos grupos de actores y farsantes puede detectarse una mirada turbia, ceniza, como un carboncillo que se apaga.